Travesía Coterón-Codisera-Reñada


   

En la comida de socios de este año, algunos habíamos decidido hacer la travesía de Coterón como plan espeleológico navideño. Según se iba acercando la fecha, se empezó a concretar el plan.

El éxodo cántabro se iniciaría el sábado 2 de enero y concluiría el martes 5…

Al principio se apuntó mucha gente, así es que se fraguó un “macro plan” en el que el objetivo eran dos travesías. La primera sería “atacar” Coterón por sus tres ramales: Reñada, Codisera y Azpilicueta. 

La segunda parte del plan consistía en hacer la travesía de Rubicera-Mortero.

La aventura comenzó el día dos a las 8:00 en la sede del club. La primera avanzadilla, Alicia, Jesús, Guille, Quique, Álvaro y yo (Manoli) salió de la casa de Alicia. El segundo grupo, Pepe, Ángel y Pedro, se nos unirían por la noche. Jorge se sumaría el día 4 para hacer la de Rubicera.

Llegamos a Ramales a mediodía. Mientras comíamos y con la euforia típica del inicio de la aventura, sobrevolaba a nuestro alrededor la duda de si estaría sifonado el Paso del Duck… Así es que nos organizamos en dos grupos, mientras Ali y Guille se acercaban a la boca de Reñada para ver el Duck, los demás nos encargaríamos de la intendencia.

Por la noche, en nuestra “Viana house” de Carasa, en la agradable sobremesa de la cena íbamos perfilando el plan del día siguiente. Una de las dudas era si debíamos dejar montado el pozo de entrada de Coterón, ya que amenazaba lluvia.

Otra decisión fue la de hacer solo dos grupos, ya que finalmente no éramos suficientes para formar tres equipos. Pepe, Jesús, Ali, Álvaro y yo iríamos por el ramal Reñada; y el otro, Guille, Quique, Ángel y Pedro, lo harían por Codisera. La entrada por Azpilicueta, viendo el tiempo y los que finalmente estábamos, quedaría para otra ocasión, con lo que a Pepe se le quedó esa “espinita clavada” y tendrá que quitársela en otra ocasión.

Nos fuimos a dormir con la esperanza de que al día siguiente no lloviese en la aproximación…

7:00 AM… comienza a oírse a los compañeros por la casa. El olor del café inunda poco a poco el ambiente y la impaciencia típica de las horas previas a una travesía se dibuja en nuestros rostros. Mientras desayunábamos, se iban concretando los últimos detalles.

Por fin salimos… El día amenazaba lluvia, además para más recochineo pasamos por el pueblo de Llueva. Dejamos el coche de Ali cerca de la salida de Reñada y nos distribuimos en mi coche y en el de Pedro para acercarnos a la entrada de Coterón .

Vestidos de “vianas” iniciamos el ascenso hacia la boca. ¡Qué bien!, el tiempo nos dio  una tregua y no llovía. La “culebra roja” serpenteaba por la ladera y según íbamos ganando altura nos recreábamos con las vistas.

 

Llegamos a la entrada y Ali montó el P52. Los demás, poco a poco fuimos descendiendo al interior de la Tierra contemplando las paredes del pozo que nos conducía a la sala. Pepe se quedó el último para desmontar el pasamanos y coser el cordino para recuperar la cuerda.

Una vez todos abajo, el grupo de Codisera decidió ir adentrándose en la cavidad, ya que su recorrido era más largo. Quedamos en que el primer grupo que llegase a la confluencia con Reñada, dejaría una señal, ya que lo de esperarnos, no lo consideramos una buena idea porque no sabíamos cuánto iba a tardar cada equipo.

 

Comenzamos la travesía y la gran entrada nos dio la bienvenida como en una de esas ciudades árabes perdidas en el desierto que aparecen en las películas. Bajamos la rampa resbaladiza y vimos que el gour estaba seco. Avanzamos entre bloques y observamos la gran amplitud de cuanto nos rodeaba. Cuando llegamos al P13, nos juntamos con el otro grupo y por supuesto, nos dio tiempo para charlar un rato. Nos separamos de nuevo mientras terminábamos de bajar. Llegamos a la Sala Borde del Mundo, lugar que aprovechamos para hacer el picnic. Sentados en la arena, nos sentimos, efectivamente,  en el límite del mundo, ya que a nuestro alrededor no intuimos nada más que la oscuridad.

Otra vez en marcha y ahora nos tocaba rodear el P35. Yo decidí seguir la senda por los “aledaños” superiores de la misma para no caminar tan cerca del “abismo”, pero no fue una de mis mejores ideas, ya que en lugar de senda parecía una calzada romana en ruinas y le iba enterrando de piedras a Ali el camino, con el consiguiente cachondeo. Incluso me encontré tirado el menhir de Obélix, que tenía vida propia, porque al apoyarme empezó a deslizarse hacia abajo. Menos mal que no se cayó al pozo, si no lo ciego.

Llegamos a una cómoda galería en la que me pareció oler el carburo de Guille. Todos comentamos lo fácil que nos estaba resultando esta parte de la travesía.

En este punto comenzamos el ramal Reñada con una galería recta y tras sortear muchos bloques llegamos a la Estación 62.

Cuando llegamos a la Galería entre dos Mundos, el aspecto de la cueva cambió totalmente y adquirió el aspecto de una mina, con dimensiones más reducidas y encajonadas, apareciendo oquedades a modo de puertas y vanos.

Llegamos a un paso expuesto sobre un P30 y se me pusieron los pelos de punta (a pesar de que llevaba el casco puesto) al ver a Pepe sacar medio cuerpo fuera y encaramarse a la pared de la derecha, para realizar una trepada situada justo al borde del abismo… ¡Glup! Me imaginé a mí misma haciendo lo mismo y en ese momento deseé tener los brazos y las piernas tan largas como las de Pepe. Mientras estaba absorta en mis absurdos pensamientos, oí la voz de Ali que decía que había encontrado un pequeño agujero por el que se podía pasar. Todos respiramos aliviados. Esto empezaba a parecerse a “Alicia en el País de las Maravillas”,  y no lo digo porque Ali iba disfrutando como una loca, sino porque ahora en lugar de ser grande como Pepe, quería ser más pequeña, como Ali, para pasar por el paso estrecho. Sin embargo, se pasaba muy bien, ya que las sacas podíamos dárselas al compañero por arriba y el paso se realizaba sin ninguna dificultad.

Seguimos nuestra travesía y llegamos al pasamanos que nos deja en la cabecera del soberbio P69. Pepe se colocó en la cabecera, instalada sobre un anclaje natural, y nos dijo que no se veía si estaba instalado en fijo, sin embargo, al descender un poco más, nos gritó con gran satisfacción que sí había cuerda. Los demás nos miramos y la alegría se dibujó en las caras. Yo me quedé la última, observando como mis compañeros iban desapareciendo en la penumbra que dibujaba la luz de mi casco. En ese momento, miré a mi alrededor y me di cuenta del inmenso pozo. Las paredes y el techo se alejaban de la cabecera y la luz apenas iluminaba una pequeña parte de cuanto te rodeaba. Oía las voces de los demás a lo lejos y cuando me situé en el pináculo de la cabecera contemplé de nuevo la inmensidad que había a mi alrededor. Me coloqué el stoper y empecé a descender disfrutando de las vistas.

Una vez abajo, emprendimos el camino hacia la Sala Borde del Universo. Con tanto mundo y tanto universo parecía que estábamos en la Guerra de las Galaxias.  Avanzábamos entre bloque para evitar el agua y llegamos al sifón, lugar en el que aprovechamos para rellenar las botellas.

A partir de aquí, la cueva te empieza a dar “vidilla”, ya que son continuas las trepadas resbaladizas y debíamos ir atentos porque había que sortear algún paso expuesto. Llegamos a Castle Hall y un poco más adelante nos encontramos con la Galería de la Palanca. Empezamos a oír voces y a lo lejos se vislumbraba una débil luz… ¡Son nuestros compañeros de Codisera! La alegría del reencuentro no se hizo esperar. A partir de este tramo continuamos todos juntos y llegamos a la parte más bonita de la travesía: el Callejón de la Sangre.

Avanzábamos observando todo cuanto nos rodeaba, pisando la dudosa luz de la oscuridad, con el pensamiento abstraído y con la certeza de ser una de esas personas afortunadas, elegidas para contemplar aquello que está vedado para la mayoría de los mortales. Me sentía arropada por mi gente y en los gestos de mis compañeros, me sorprendía al reflejarme en sus rostros, que seguramente sentían también esos momentos de satisfacción.

 

Llegamos a la parte del barro… ¡Aggg! ¡Barrrro vivo! que te engulle literalmente. A pesar de todo, fue la parte más divertida por los comentarios y el cachondeo. Y así de esa “guisa” nos arrastramos por el Duck, que en esta ocasión llevaba poca agua.

Y de nuevo al barro. ¡Aggg!, ¡ aggg! y mil veces ¡aggg! Además, la cueva se volvió caótica y entre barro y barro, empezaron a aparecer pasos de bloques resbaladizos y cortas gateras.

Cada uno pasaba los tramos de barro como podía, con el consiguiente pitorreo: Ali parecía un basilisco, corría como una loca salpicándose hasta las cejas mientras gritaba ¡cuánto más rápido mejor!, Álvaro utilizó el método de “Pulgarcito y las botas de siete leguas”, dando zancadas de gigante, y yo una técnica mixta de las dos, dando zancadas lo más rápido que podía hasta que me clavaba en el barro. Para “facilitarnos” el acceso, cuando llegamos a la Porqueriza, Pedro empezó a lanzarnos bolas de barro y Ali que iba delante se las “comió” casi todas. Esto empezaba a parecerse al Gran Prix.

En una de las trepadas oímos a Ali que nos gritaba muerta de risa. “¡Ay! ¡Qué me voyyy!” Pepe, Álvaro y yo comentamos: ¡Glup! Si se va Ali… Pepe decidió subir después y desde abajo le gritábamos: “¿Ya has llegado dónde se iba Aliii?” Y Pepe nos decía: “Aún nooo”.

Finalmente no nos fuimos “a ninguna parte”.

Llegamos a la Quilla, llevábamos las botas con una plataforma de barro diseño de los años 70 y según estaba yo, colgada de ella como un jamón, veo de reojo, que pasa Ali toda chula por debajo atravesando el barro. Así es que me faltó tiempo para descolgarme y seguir su ejemplo.

Enseguida nos encontramos con el tobogán ¡qué divertido! Y tras varios metros más de barro, vimos el agujero soplador y al otro lado, después de la última rampa, ¡la salida!

Guille, Pedro, Quique y Ángel se adelantaron para ir por los coches. Ya había oscurecido y la lluvia nos iba calando poco a poco en nuestro descenso hacia los coches. Sin embargo, no nos importaba, ya que íbamos de barro hasta la flora intestinal y la travesía había merecido la pena. Incluso cuando llegamos al río aprovechamos para lavarnos las botas.

Nos cambiamos rápidamente y emprendimos el camino a “Viana house”.

Durante la cena, como siempre, comentamos las “mejores jugadas” y entre risas miré a mis amigos y pensé que “la felicidad, no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace”.

Manoli Rodríguez

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