Torca del Carlista


 

                                                                                            Manoli Rodríguez

                                                                                                                             

El puente de San Isidro, aprovechando que disponíamos de tres días, Pepe, Álvaro y yo decidimos desplazarnos hasta Cantabria para hacer la mítica Torca del Carlista.

Desde “tiempos inmemoriales” había oído hablar de ella y por ello tenía muchas ganas de conocer esta sima. Además, la cantidad de anécdotas que me habían contado sobre ella y la imagen en mi cabeza de ese gran pozo que se abre al abismo, no hacían más que acrecentar mis deseos de penetrar en su interior.

Salimos hacia Arredondo con la intención de alojarnos allí. Marcaban lluvias por la zona para esos días, así es que, teníamos la esperanza de que la meteorología no chafase nuestro plan. Cuando llegamos, alguien le comentó a Pepe que habíamos venido con “una mala previsión”, ya que llevaba lloviendo más de seis horas… ¡Bueno!, pensamos, ya veremos cómo se levanta el día mañana y decidiremos…

La noche, como todas las anteriores a un buen plan de espéleo, se tornó agitada…, no sé cuántas vueltas pude dar en la cama. Por fin amaneció y lo primero que hicimos fue “lanzarnos” corriendo para abrir la puerta y comprobar qué tiempo hacía. Lucía un sol espléndido y una gran sonrisa se dibujó en nuestros rostros.

Tomamos rumbo a Ranero (Vizcaya)  e íbamos encantados hablando del magnífico plan que habíamos programado a pesar de “la mala previsión”, jjj…Una vez en el aparcamiento de la cueva turística de Pozalagua, nos vestimos para la ocasión y empezamos a ascender hacia la entrada del Carlista. Seguimos una empinada senda que discurre junto a la valla que protege de posibles caídas a la cantera. En este punto de la historia, recordaré a Pepe la pregunta que le hice unos días antes sobre si me llevaba el GPS con la track. La respuesta  que me dio, y cito textualmente, fue la siguiente: “No hace falta, podría llegar a la boca con un pañuelo en los ojos”. Bien, pues seguimos subiendo y subiendo, y entre un ¡mira los caballos! y un ¡vaya vistas!, nos encontramos en otro pico diferente al del Carlista y tuvimos que dar “la gran vuelta a Vizcaya” pasando por Cantabria para encontrar la entrada a la sima. Todo esto me brindó una buena oportunidad para comentarle a Pepe, que si en un principio, su idea de ir con los ojos vendados  me pareció descabellada, después del tour no la hubiese descartado tan a la ligera.Ya en la boca, repusimos fuerzas ingiriendo nuestros víveres y por supuesto, no faltaron ni el cachondeo ni los comentarios sobre la subidita.

Pepe comenzó a instalar, Álvaro le siguió y yo bajé la última.

Enseguida nos plantamos en la famosa repisa del soberbio P85. Álvaro y yo nos lo habíamos imaginado tantas veces, que el estar por fin ante él, nos produjo una gran emoción.

¡IMPRESIONANTE!, no defraudó nuestras expectativas.

El ansia se apoderó de Álvaro y decidió bajar el primero.

Yo bajé después de Pepe, disfrutando de ese gran volado que se abre ante la más absoluta oscuridad… ¡qué gozada!

Una vez abajo, no paramos de comentar una y otra vez el descenso. Comenzamos a destrepar entre los enormes bloques de piedra, que sería la tónica dominante a lo largo del recorrido.

Según descendíamos, la sensación de no ver ni las paredes ni el techo de la sima, nos daba la impresión de estar realizando una travesía nocturna al aire libre, ya que la oscuridad que nos envolvía era como el cielo en una noche oscura.

Bajamos y bajamos, y menos mal que se nos ocurrió sacar la brújula y la topo para redirigir nuestro rumbo, porque si no, hubiésemos hecho la secuela de “la gran vuelta a Vizcaya” pero en versión subterránea.

Muy cerca de las profundidades de la cueva vas descubriendo excéntricas, columnas gigantes y toda clase de formaciones que confieren a la cavidad una belleza singular.

Una vez terminado nuestro recorrido, tocaba trepar todo lo que anteriormente habíamos bajado. La verdad es que la subida se hizo bastante más corta que la bajada, y el grito de Pepe de: ¡Ya veo la cuerda!, nos dio una gran alegría.

Hicimos el picnic a pie de cuerda y esta vez, decidí yo subir la primera, mientras Pepe y Álvaro descansaban sentados, uno en una piedra, tal cual, y el otro en una “súper piedra” respectivamente.

Según iba subiendo atravesando la oscuridad, tenía la sensación de estar flotando en el espacio; el techo de la cueva no lo vi hasta que no subí bastantes metros, y por supuesto, las paredes “no existían”. Mientras subía, iba perdiendo las voces de mis compañeros. Una vez arriba, empezó el ascenso Álvaro, y después de un buen rato oímos desde abajo la voz de Pepe que decía: “Álvaro, tío, vaya asiento que te has buscado, ahora lo entiendo, esto es un sofá!, y el otro le responde, colgado de la cuerda, ¡es mi triclinium! Seguía subiendo, y de pronto, como por encantamiento, surgió la voz de Álvaro cantando, la acústica era increíble. En algún momento, decidió pasar de los “cánticos” a los cálculos matemáticos, y empezó a calcular en voz alta las pedaladas que tenía que dar para llegar arriba. Vamos, que no se calló en toda la ascensión. Lo peor es que Pepe desde abajo le seguía en sus cuentas. A esta parte del reportaje, podemos titularlo “Memorias de un volado”, porque es curioso las cosas que se te pasan por la cabeza para distraer tu mente, sobre todo, a mitad de pozo, cuando ves equidistante el suelo y el techo, del punto del que estás colgado y tienes la sensación de que no avanzas, que solo pasas cuerda por el croll.

Luego empezó a subir Pepe. Después de un rato le oímos decir: “¡Qué bien, solo me quedan diez metros!”, y nos asomamos para verle llegar. Sin embargo, nuestra sorpresa fue verle ingrávido a mitad de pozo todavía, por lo que Álvaro le contestó: “¿Cómo que qué bien?, ¡si ni siquiera has entrado en la campana! Las risas no se hicieron esperar.

Entre comentarios y pitorreos, estábamos ya todos arriba. Yo, antes de que llegase Pepe a la repisa, empecé a subir el resto de los pozos para agilizar la salida.

Una vez que estuvimos todos fuera, iniciamos el descenso por la ladera. Eran las 8:30 y lucía una tarde estupenda.

Mientras nos dirigíamos hacia el alojamiento, compartimos la satisfacción de haber pasado una jornada memorable y divertida. Durante la cena, y como ya es habitual entre nosotros, recordamos las innumerables anécdotas que nos acontecieron a lo largo de esta aventura, incluyendo los pensamientos en el volado, que fueron muy divertidos. Después, durante la sobremesa hubo “duelo de pacharanes”; pero esto ya os lo contaremos con más detalle cuando quedemos a tomar unas cervecitas.

Esta vez quiero terminar el reportaje citando a Séneca:

No nos falta valor para emprender ciertas cosas porque son difíciles, sino que son difíciles porque nos falta el valor para emprenderlas.”

 

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